viernes, 23 de julio de 2021

En esta ocasión deseo homenajear otro blog con un artículo de lo más interesante y que no he vacilado en transcribir al 100%


La fuente para ir a visitar el sitio sin intermediarios:

https://enlenguapropia.wordpress.com/2014/09/09/el-arte-de-escribir-cartas-para-quienes-ya-no-escribiran-ninguna/


Y el artículo aquí.

El arte de escribir cartas para quienes ya no escribirán ninguna

SEPTIEMBRE 9, 2014
“¿De dónde habrá surgido la idea de que las personas podían comunicarse por carta?”, le preguntaba Kafka en una carta a su amante Milena Jerenská, cuando la relación entre ellos daba sus últimos estertores. Era una pregunta curiosa en alguien que desde muy joven mantuvo una abundante correspondencia privada y que, además, es autor de una de las cartas más comentadas en el siglo XX: la que escribió a su padre en 1919 –conocida como la Carta al padre– y que no se atrevió a enviarle. En la reflexión de Kafka se percibe desencanto y seguramente también desconfianza. Después de una larga y fecunda experiencia epistolar, las expectativas no se correspondían con los pobres resultados que cosechaba. Una conclusión inequívocamentekafkiana.
Semejante pregunta resulta más oportuna en estos tiempos, en los que la vieja correspondencia epistolar se ha venido diluyendo entre los numerosos medios tecnológicos de los que disponemos. Porque hubo una época, no tan lejana, en que las personas que vivían separadas por la distancia geográfica se contaban por carta las incidencias de sus vidas privadas, con un amplio despliegue de detalles, o expresaban sus opiniones sobre los asuntos más dispares. También los sentimientos: las cartas de amor, de las que Rousseau dijo que “se escriben sin saber lo que se va a decir y se terminan sin saber lo que se ha dicho”. Todas estas personas se carteaban, un verbo que a día de hoy casi nadie conjuga.
“San Jerónimo leyendo una carta”, de Georges de La Tour
Pero con la propagación del teléfono fijo la correspondencia epistolar se adentró en un declive que las sofisticadas formas de comunicación telemática han apuntillado casi del todo. El correo electrónico suele utilizarse para intercambiar mensajes, es decir, recados y notificaciones.¿Para qué escribir una carta cuando tenemos a mano los teléfonos fijo y móvil y el correo electrónico? ¿De dónde sacar el tiempo para ello? En suma, nos sobran las excusas para no tener que sentarnos a la mesa y conversar por escrito con otra persona. Así es como la carta privada, exhaustiva y detallada, a la que el corresponsal dedicaba una parte del  tiempo nocturno, ha desaparecido de nuestras vidas. Parece que, hoy por hoy, las únicas cartas que tienen el futuro asegurado son las de la baraja y las de despido.
El declive viene de antiguo. Ya en la década de los años cuarenta, en su exilio norteamericano, Pedro Salinas reparó en unos letreros colocados en los escaparates de las oficinas de telégrafos en los que se leía este eslogan telegráfico: “No escriba, telegrafíe” (“Wire, don`t write”). Salinas lo tachó de “faccioso, rebelde y satánico” y  “el más subversivo y peligroso” porque pretendía acabar con “el delicioso producto de los seres humanos” que son las cartas, símbolos de  una vida relativamente civilizada. Tuvo que ser este desafortunado encuentro el que le incitó a escribir el ensayo Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar (1948). Sí, había mucho quedefender.Con la extinción de la carta privada no sólo peligraba un baluarte de la libertad individual sino un espacio que, gracias a la escritura, contribuía a enriquecer el diálogo entre las personas. Las amenazas que acechan a la comunicación verbal -superficialidad, negligencia, imprecisión, irresponsabilidad- se reducen en la escrita o tienen menos posibilidades de prosperar.
2Mujer escribiendo una carta y una criada
“Mujer escribiendo una carta y una criada”, de Johannes Vermeer
A fin de facilitar las cosas a los clientes, se les ofrecían fórmulas confeccionadas para las distintas ocasiones en las que tuviesen que hacer uso del telegrama -pésames, felicitaciones, concursos deportivos, etc.-, emulando con ello a las cartas enlatadas, redactadas en un lenguaje básico y con un menú de despedidas a gusto del consumidor. Estas cartas artificiales estaban pensadas para los que no tenían tiempo de escribir las naturales. Lo único natural en ellas era la firma del pseudocorresponsal.
Por entonces se empezaba a dar más importancia a la brevedad del tiempo en el envío de los mensajes que a su contenido. Presos de las prisas, los hombres prefirieron pagar para que sus palabras llegasen lo antes posible a su destino a cambio de reducir su número a la mínima expresión.
Pedro Salinas (1891-1951)
Pedro Salinas (1891-1951)
La decadencia de la carta privada fue paliada por la moda de las tarjetas postales, asociada a los viajes y a las vacaciones turísticas, y en la que la imagen fotográfica de la ciudad, del monte o del monumento célebre servía de pretexto para escribir unas líneas a modo de saludo y, de paso, perpetuar el recuerdo del viaje. El espacio reservado a la escritura no daba para mucho más. La acumulación de tarjetas postales en el hogar y el piadoso afán por conservarlas favoreció la expansión de un nuevo objeto decorativo: el tarjetero. Pero ese afán conservacionista no podía disimular la rápida transición hacia la nada en la que nos hallamos.
A estas alturas no tenemos a quien escribir cartas –las de los Reyes Magos nos pillan lejos- ni tarjetas postales, aunque los bancos y las compañías de las que somos clientes no se olviden de enviarnos las notificaciones previsibles. Hemos perdido la cuenta del tiempo transcurrido desde que los buzones domésticos despertaban nuestra curiosidad y los abríamos con emoción contenida. Ahora los abrimos perezosamente, con la desilusión acostumbrada, al igual que las cartas que nos envían con rigurosa periodicidad los bancos y las empresas suministradoras de servicios domésticos. Los llamativos buzones de Correos languidecen por las calles y plazas de las ciudades, sin poder presumir de su espléndido pasado, cuando se multiplicaban por las esquinas. Presiento que sus bocas se abren cada vez menos –como no sea de aburrimiento- y que sus estómagos están semivacíos.
Dos cuadros del pintor holandés Gabriël Metsu que representan a un hombre escribiendo la carta que en el siguiente cuadro lee la mujer que la ha recibido
Dos cuadros del pintor holandés Gabriël Metsu que representan a un hombre escribiendo la carta que en el siguiente cuadro lee la mujer que la ha recibido
La historia de la correspondencia epistolar se pierde en la noche de los tiempos –la más antigua, una carta de amor, tiene cuatro mil años y está fechada en Babilonia- y su anecdotario debe rozar lo infinito, y más todavía si nos remitimos a la evolución de los medios materiales que la hicieron posible. Las cartas privadas que han llegado intactas hasta nosotros constituyen un valioso testimonio de las entrañas de la Historia que escapan al acontecimiento registrado por el cronista. Sus protagonistas no son los personajes históricos sino unos particulares que conversaban acerca de sus intereses y preocupaciones.
Gracias a la universalización del servicio postal, la carta abrió las puertas del mundo a todos, rompiendo así el aislamiento de quienes, separados por la distancia geográfica, no tenían otro medio para comunicarse que la correspondencia epistolar. Amantes que combatían la separación con apasionadas cartas de amor, esas que a Fernando Pessoa se le antojaban ridículas, ya que, de lo contrario, no serían cartas de amor. Soldados que se carteaban con sus novias y familiares mientras cumplían el servicio militar o, lo que era aún peor, desde el frente de guerra. Emigrantes y exiliados que narraban sus peripecias a la familia que habían dejado en sus países de origen. Presos que desahogaban sus penas en las cartas, y hasta condenados a muerte que, antes de ser ejecutados, pudieron despedirse por escrito de sus seres queridos. El escritor ruso Vladimir Korolenko recopiló numerosas cartas de hombres y mujeres de todas las edades y profesiones, condenados a la horca por su oposición al régimen zarista. En 1954 Thomas Mann prologó una selección de cartas de condenados a muerte de diversos países europeos por luchar contra el nazismo.
También existían las denominadas cartas muertas: aquellas que devolvían los empleados de Correos a un establecimiento oficial ante la imposibilidad de localizar a los destinatarios y a los remitentes. En el relato de Herman Melville, Bartleby, el escribiente, se alude a la Oficina de Cartas Muertas de Estados Unidos, con sede en Washington, en la que trabajó el propio Bartleby.
Oficina de Cartas Muertas de Estados Unidos, en Washington (1876)
Oficina de Cartas Muertas de Estados Unidos, en Washington (1876)
En los siglos XVII y XVIII el intercambio de cartas privadas entre personas ilustradas cuajó en libros memorables. Dos de los más leídos e influyentes fueron las Cartas a la hija, de Madame de Sevigné, y las Cartas a su hijo, de Lord Chesterfield. En el primero, Marie de Rabutin-Chantal (1626-1696), marquesa de Sevigné, despliega sus artes de amor de madre hacia su adorada hija Françoise Marguerite, futura condesa de Grignan, que al casarse se vio obligada a abandonar París para seguir a su marido a Provenza, donde desempeñaba un cargo militar. Proust encumbró más aún esta obra al hacer del personaje de la Abuela de En busca del tiempo perdido una lectora entusiasta y perseverante de ella. En Cartas a su hijo, el conde de Chesterfield (1694-1773) muestra su faceta de padre y preceptor experimentado con su hijo natural Philipp Stanhope, el único que tuvo,  estudiante en París y que moriría cinco años antes que él.
En la historia de la correspondencia epistolar la mujer de familia aristocrática o burguesa desempeña un papel estelar. Era de los pocos reductos de que disponía para desahogarse con libertad, sin los prejuicios sociales de la época que minusvaloraban las cualidades intelectuales de las mujeres. La mujer leyendo o escribiendo una carta en una habitación se convirtió en todo un subgénero en la pintura holandesa. ¿De quién eran esas misivas? ¿De su prometido o de su marido, enfangado en alguna guerra? ¿De algún familiar cuya presencia se añoraba, como Madame de Sevigné a su hija, o Jane Austen a su hermana Cassandra?
Pedro Salinas observó que ningún artista como Johannes Vermeer ha expresado con tanta sensibilidad la sutil relación de la mujer con la carta. De los cerca de cuarenta cuadros del pintor holandés, seis tratan del tema de la carta. De ellos destacan dos en los que retrata a sendas mujeres leyendo una carta, de pie y de perfil. Salinas los define como “dos poemas magistrales a la ausencia, dos monumentos a la atención”.
“Mujer de azul leyendo una carta”, de Vermeer
Los tres últimos siglos fueron prolíficos en correspondencias entre escritores de ambos sexos. Escribir cartas alcanzó la categoría de arte que sus autores cultivaban con esmero, como una continuación de la obra publicada. La nómina es muy larga: Voltaire (autor de 18.000 cartas, muchas de ellas remitidas desde su exilio en Ferney a la flor y nata de la nobleza europea, filósofos y hommes des lettres), Jane Austen, Emily Dickinson (1.049 cartas, todas ellas emparentadas con sus 1.775 poemas), Keats, Flaubert, Tolstói, Chéjov, Turguéniev, Rilke, Gide, Thomas Mann, Stefan Zweig, Hesse, Hofmannsthal, Kafka, Joseph Roth, Proust, Joyce y Samuel Beckett (más de 15.000), por citar sólo algunos. Rilke se carteó con un joven poeta durante un tiempo. Sus misivas cristalizaron en un hermoso libro sobre la iniciación en la escritura de la poesía: Cartas a un joven poeta. Si es verdad que podemos dar por muerto el porvenir de la correspondencia, al menos nos queda el consuelo de leer las cartas que nos han legado estos maestros del arte epistolar.
La carta privada era una forma de conversación civilizada entre personas que compartían un común deseo de saber la una de la otra cuando estaban separadas por la distancia geográfica y se viajaba bastante menos que en estos tiempos. La periodicidad del intercambio epistolar variaba en función de la intensidad del sentimiento que las uniese. Las hubo que se escribían casi diariamente, de modo que las cartas se convertían en un sucedáneo de diario íntimo destinado a su particular lector. El monólogo enriquecedor se alternaba con el diálogo.
A menudo las confidencias epistolares eran un desahogo para quienes no hallaban en su entorno social una amistad que le inspirase verdadera confianza.  Nietzsche tuvo que percatarse de esta virtualidad de la correspondencia al observar que un buen escritor de cartas es aquel “que no escribe libros, piensa mucho y vive en compañía insuficiente”.
“Voltaire por la mañana”, de Jean Hubert. Es probable que el pintor captase el momento en que el escritor dictaba a su secretario una carta
Al contrario que la conversación directa, condicionada por la inmediatez y la espontaneidad, la correspondencia juega con las ventajas que aportan la distancia y la reflexión. Por regla general, aquel que se disponía a escribir una carta había meditado antes cuanto deseaba transmitir a su destinatario. A la carta manuscrita le precedía la carta ensayada en la mente. Ello no era óbice para que, mientras la escribía, diese rienda suelta a sus pensamientos y una idea le condujese a otra, como sucede también en las conversaciones presenciales. Sin querer, se transformaba en un escritor con todas las de la ley. De hecho, para muchos autores el intercambio de cartas a una edad temprana representó un instructivo ritual iniciático en la escritura, además de un ejercicio de introspección.
De esta manera, el intercambio epistolar constituía una oportunidad para explayarse por escrito, mucho más amena que el diario íntimo, y también más rica que éste, aunque desempeñasen funciones distintas. En vez de escribir sobre uno mismo y para uno mismo, se escribía para otro. Cada uno de los corresponsales era para el otro su primer lector, un lector entregado.
La libertad para expresarse con plena confianza estimulaba la conciencia y la observación.Aunque uno no escribiese sobre sí mismo, se retrataba en la prosa que vertía en el papel, embarcándose en sugerentes asociaciones de ideas, al compás que marcaba la imaginación y a sabiendas de que ofrecía un material ameno al destinatario de la carta. La espontaneidad y la distancia daban alas a la audacia de los corresponsales, que se decían aquello que en las charlas que sostenían con las personas más próximas quizá no se hubieran atrevido. Es posible que, después de un vehemente intercambio de confidencias epistolares, algunos se sintieran ligeramente azorados al encontrarse de nuevo en persona, conscientes de que la presencia física les obligaría a aminorar la tensión expresiva que imprimieron a su correspondencia.
Retrato de Madame de Sevigné
Retrato de Madame de Sevigné
No era lo mismo recibir una carta que esperarla. Una carta esperada satisfacía por partida doble si llegaba a su debido tiempo a manos del destinatario. Madame de Sevigné confesó que en cuanto recibía una carta de su hija, ya estaba pensando en recibir otra nueva. “Sólo vivo para ellas”. Los dos repartos diarios de correos tensaban la espera. Si fallaba el reparto de la mañana, aún quedaba el de la tarde. Esperar cartas era un verdadero ritual para quienes se escribían con regularidad. Cuando eran amantes, al ritual había que añadir la ansiedad: nuevas dosis de palabras de amor de quien más se deseaba recibirlas.
Para los amantes el servicio de Correos era una institución sagrada, como una divinidad, su particular dios Mercurio, el de los pies alados, que mediaba entre ellos para transportar sus cartas a una velocidad que deseaban que fuese en aumento. Como todas las divinidades, Correos no siempre se comportaba con los criterios de racionalidad burocrática que se esperaban de sus servicios. Las cartas se extraviaban, no llegaban a su destino o se retrasaban inexplicablemente. A veces sus reacciones rayaban en el misterio. Acostumbraba a dar sorpresas, unas agradables y otras desagradables, azuzando la desconfianza y los malentendidos entre los amantes. La primera causa de los retrasos o, lo que era aún peor, de los silencios inexplicables, se achacaba a Correos. Cuántas incidencias del servicio postal han despertado la suspicacia de los amantes inseguros, obligados a rememorar frase por frase la última carta que enviaron, para averiguar si descubrían algún motivo, alguna expresión o palabra que hubiese podido herir la susceptibilidad de quien se aguardaba una pronta respuesta.
Muchacha leyendo
“Muchacha leyendo”, de Vermeer
La carta va siempre unida al secreto. Se introduce en un sobre cerrado –antiguamente incluso lacrado- y el destinatario tiene que recibirla en el mismo estado. Aunque no encierren secretos, la privacidad de las cartas era un reflejo del individualismo que en la sociedad burguesa constituía toda una seña de identidad. Los corresponsales podían contarse cuanto quisieran, seguros de que nadie abriría el sobre, por más que la carta hiciese un largo recorrido en distintos medios de locomoción. La censura postal sólo se aplicaba en tiempos de guerra, cuando el desorden cundía alrededor. Tuvieron que venir las dictaduras totalitarias para que degenerase en una práctica cotidiana.
Lector ávido de escritos autobiográficos, confesiones, cartas y diarios, Franz Kafka fue un adicto a la correspondencia epistolar y autor de un diario que alimentó hasta dos años antes de su muerte. Sus cartas a la primera novia que tuvo, Felice Bauer, y luego a su amante Milena Jerenská, constituyen una de las cimas de las correspondencias que nos legó el siglo XX. Su opinión sobre esta forma de comunicación interpersonal era un tanto ambigua, quizá a la luz de los efectos contraproducentes que le causaron. Sin embargo, la cultivó con fruición casi hasta el final de su vida, algo comprensible en quien, como le confesó a Felice, no se entendía a sí mismo salvo cuando escribía.
Fotografía del compromiso de Felice Bauer y Franz Kafka
Fotografía del compromiso de Felice Bauer y Franz Kafka
En los cuatro años de noviazgo con Felice, que vivía en Berlín, temió los silencios de ésta. Al principio acordaron “la hermosa regularidad de una carta diaria”, si bien a veces se escribían dos. Cada uno de ellos se hizo adicto de las cartas que esperaba del otro. La espera misma se convirtió en una suerte de adicción. Muchas cartas de Kafka comienzan describiendo la sensación que le embargó al recibir la última misiva de Felice en la casa de sus padres en Praga –un cuarto piso sin ascensor-,  o en su oficina del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, donde llegaban antes por hallarse más céntrica que aquella. Las reacciones oscilaban entre la alegría, la satisfacción, la angustia y el miedo. Cuando Felice callaba y no respondía a su última carta, se echaba a temblar. Un día se pasó volando por los pasillos de la oficina cada cuarto de hora, mientras escudriñaba “todas las manos”, para ver si portaban alguna carta de ella. Y en casa, nada de nada.
En una de estas ocasiones le replicó que si no le había podido escribir ni en la oficina ni en el tranvía era porque no sabía a quién debía hacerlo. “Yo no soy un destino para cartas”. También Felice recibía las suyas en la oficina de la empresa de dictáfonos en la que trabajaba como ejecutiva o en la casa familiar. Ante las quejas por los retrasos en recibirlas, Kafka le manifestó su sospecha: ¿no sería que “alguna de las damitas de tu oficina, movida por la curiosidad o la codicia,” escondía las cartas y no se las entregaba hasta última hora de la tarde?
“Cartas de amor” (1950), de Stanley Spencer
Se sentía más inspirado cuando le escribía después de haber “garabateado” algo para sí, al contrario que si lo hacía tras despedirse de su familia por la noche para encerrarse en su habitación. También le enviaba muchas cartas imaginarias tumbado boca arriba encima de la cama, con los pies apoyados en los montantes de las patas, y por supuesto, en sus largos paseos por el centro de Praga. Felice, en cambio, solía escribirle acostada en la cama. Una vez le confesó: “Tú y yo tenemos talentos diferentes. Yo soy un gran orador en la cama, tú eres una gran escritora epistolar en la cama”, por lo que le pedía que le describiese la naturaleza de “esa correspondencia camera”.
Milena Jerenska (1896-1944)
Milena Jerenská (1896-1944)
En una carta a Milena Jerenská le confesó que toda la desdicha de su vida provenía de las cartas o de la posibilidad de escribirlas. Las personas nunca le habían traicionado, pero las cartas siempre, y no las ajenas sino las suyas:
“La sencilla posibilidad de escribir cartas debe de haber provocado –desde un punto de vista meramente teórico– una terrible desintegración de almas en el mundo. Es en efecto una conversación con fantasmas (y para peor no sólo con el fantasma del destinatario, sino también con el del remitente) que se desarrolla entre líneas en la carta que uno escribe, o aun en una serie de cartas, donde cada una corrobora la otra y puede referirse a ella como testigo (…)  Escribir cartas, sin embargo, significa desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas. Con este abundante alimento se multiplican, en efecto, enormemente”.
Como todo escrito de nuestro puño y letra, la carta puede convertirse en una prueba documental. Quizá por ello algunos se han mostrado reacios a escribirlas. Por ejemplo, Josep Pla, que publicó dos libros de viajes –Cartas de Italia y Cartas de lejos-,  aconsejó a los lectores en uno de sus cuadernos de notas que se abstuvieran de escribir cartas privadas. Aunque frecuentó la correspondencia de autores consagrados, reconocía su incapacidad para redactar cartas. En su vida había escrito la menor cantidad posible de ellas y esas pocas carecían de interés. Aducía que para alguien que escribe públicamente, las cartas resultan algo “embarazoso y pesadísimo”. Además, escribir cartas interesantes exige audacia y él había sido “un tímido sin audacia”, lo que explicaba “la inanidad” de su correspondencia.
El consejo de Pla para que no escribamos cartas obedece a un espíritu previsor. Éstas pueden convertirse en hijos inesperados renaciendo del olvido por algún extraño azar para reclamar la paternidad a sus autores, aunque éstos no las reconozcan en el presente. Lo escrito, escrito queda, y mientras no se borre, siempre será susceptible de reaparecer tal como se escribió, con la letra intacta, por más que su autor la considere letra muerta. Una carta en la que se expresan opiniones o sentimientos, se expone al juicio del tiempo, pues mientras los sentimientos y las opiniones cambian de piel, las palabras en las que los expresamos permanecen indelebles.
Josep Pla
Josep Pla
Pocos meses antes de morir, Proust le confesó a su ama de llaves y confidente, Céleste Albaret, el temor a que los destinatarios de su correspondencia no tuviesen escrúpulos en publicarla. Le remordía haber escrito tantas cartas. Pero su condición de enfermo crónico -era asmático- había favorecido esa forma de comunicación con amigos y conocidos. A pesar de los intentos por arreglar las cosas de tal manera que nadie pudiese publicar la correspondencia, se convenció de que no podía hacer nada para evitarlo. Compungido, le dijo a Céleste que había proporcionado a todas esas personas flechas que se volverían contra él.
El propio Kafka fue también víctima de sus cartas. En la borrascosa reunión familiar en el hotel berlinés Askanischer Hof, a la que el 12 de julio de 1914 acudieron Felice y él, junto a sus respectivas familias y testigos-amigos, para aclarar el motivo de la ruptura del compromiso matrimonial que habían anunciado públicamente tres meses antes, Grete Bloch, amiga de ambos, esgrimió cartas que le había escrito Franz en las que se mostraba crítico con la novia. Hasta había subrayado algunas frases comprometedoras.
Grete Bloch
Grete Bloch
Kafka escribió a máquina la primera carta que envió a Felice a su casa de Berlín. Entonces sólo se conocían por la velada en la que un mes antes coincidieron por casualidad en casa de la familia de Max Brod, en Praga. Cuando uno se presentaba por primera vez por escrito ante una persona con la que aún no había intimado, se abstenía de escribir a mano, evitando así el riesgo de que el destinatario de la carta no entendiese esa letra extraña. La escritura impersonal de la máquina suponía una especie de preámbulo necesario que, en el caso de que la relación epistolar desembocara en cierto grado de intimidad, debía de conducir a la escritura manual. Hasta tal punto esto era así que, una vez franqueadas las puertas de la extrañeza, los corresponsales se disculpaban si en alguna ocasión hacían uso de la máquina.
El salto de la letra de la máquina a la caligrafía se producía cuando entre los corresponsales la confianza había echado raíces y cada uno de ellos se esforzaba por habituarse a la letra del otro, deduciendo incluso de ella su estado de ánimo. Pedro Salinas alega a favor de la escritura manual que
“el papel insigne de la pluma es personalizar la carta, es representar al que la escribe, inventarle algo como un rostro, en el cual las facciones fisonómicas son transportadas a rasgos caligráficos”.
A mediados de los años cincuenta el escritor británico William Somerset Maugham leyó varias colecciones de cartas de escritores que se publicaron por entonces. Se preguntaba si éstos no las habrían escrito con la idea de que un día pudieran publicarse. Al enterarse de que habían guardado copias, la sospecha se mudó en certeza. A modo de ejemplo, cita la respuesta de André Gide a Paul Claudel, tras comunicarle su deseo de publicar la correspondencia que había mantenido con él. Como Claudel, probablemente contrario a semejante deseo, le dijera que esas cartas habían sido destruidas, Gide le respondió que no importaba: había conservado las copias.
William Somerset Maugham
William Somerset Maugham
Por lo visto, según cuenta Maugham, el propio Gide lloró durante una semana al enterarse de que su esposa había quemado las cartas de amor que él le escribió, al considerarlas la cumbre de su obra literaria y su principal reclamo para la posteridad. “Tartufo de la carta” llamó Pedro Salinas a un compatriota de Gide, el escritor Jean Louis Guez de Balzac, treinta años mayor que Madame de Sevigné. Este personaje se labró su reputación literaria escribiendo cartas que enviaba a la imprenta mientras se quejaba de que circulasen por calles y plazas.
En la carta a Milena que cité antes, Kafka le decía que para eliminar en lo posible lo fantasmal entre las personas, o sea, las cartas, y lograr una comunicación natural, “que es la paz de las almas”, se habían inventado el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano. Pero, a renglón seguido, desmontaba este optimismo recordando que el otro bando, el de los fantasmas de las cartas, “tanto más calmo y poderoso”, no se cruzó de brazos sino que inventó “el telégrafo, el teléfono, la telegrafía sin hilos”. “Los fantasmas no se morirán de hambre, y nosotros en cambio pereceremos”.
En la era de Internet y del teléfono móvil  habría visto confirmados una vez más sus temores. Basta con mirar a los viandantes hablando y gesticulando por la calle con sus invisibles interlocutores, como locos con sus fantasmas. Éstos continúan vagando por los nuevos medios electrónicos.  Me temo que les aguarda una vida eterna, aunque no quede nadie que les escriba cartas de dos páginas, como las que Kafka remitía a algunos de sus corresponsales,  y hasta se tase la medida de los mensajes que les enviamos. Un aburrimiento.

CÍRCULO AMIGOS DE LA FILATELIA, en Perú.

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